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En un turno que se estiraba como una sombra, me quedé sola en el hospital. Las luces principales se habían apagado, dejando los pasillos en una penumbra inquietante. Me llamo Camila, enfermera del turno de noche, y mi tarea era esperar unos documentos en la morgue, un lugar al que muchos le temen. Para mí, era un lugar más del hospital, un sitio de respeto y, en mi caso, de tedio.

El aire frío me envolvió al entrar, una sensación que, por costumbre, ya no me incomodaba. Los cuerpos reposaban en sus nichos de metal. Mi mirada se posó en la mesa de autopsias en el centro, donde el cuerpo de una chica joven yacía cubierto con una sábana. Su figura, apenas visible, parecía dormir un sueño profundo y helado.

Estuve allí unos minutos, esperando los documentos, cuando un sonido metálico me sacó de mi letargo. Era el crujido de la mesa de autopsias, un sonido que se amplificó en el silencio de la habitación. Mis ojos se dirigieron al cuerpo de la chica. La sábana se había movido un poco, revelando un pie pálido y helado.

Un escalofrío me recorrió la espalda. Pensé que era el aire acondicionado, una corriente de frío, pero la sábana se deslizó aún más, dejando a la vista una pierna. Mi respiración se hizo lenta y entrecortada. El corazón me latía con fuerza contra las costillas, un tambor desbocado en el silencio de la morgue. Intenté convencerme de que era el viento, o quizás el peso de la tela, pero mi mente se negaba a aceptar una explicación racional.

Lo que vi después me hizo desear no haber nacido. La pierna de la chica se flexionó, con una lentitud macabra, y luego se extendió de nuevo, un movimiento antinatural que desafiaba a la muerte. Un gemido mudo se filtró por mis labios, pero no podía moverme, el terror me había petrificado.

El cuerpo, con un movimiento lento y espeluznante, se incorporó en la mesa de metal. La sábana cayó al piso con un susurro suave. Pude ver su rostro, sus ojos cerrados, la palidez de su piel. Se sentó, como una marioneta con hilos invisibles, con una rigidez que me heló la sangre.

El cuerpo de la chica se levantó de la mesa y se deslizó al suelo con una gracilidad extraña, sin hacer ruido. Caminó hacia el centro de la habitación, con los ojos aún cerrados, el rostro inexpresivo. En ese momento, la piel se me erizó y el miedo se apoderó de mi cuerpo. Sentí una ráfaga de aire frío, una brisa que olía a tierra mojada y a algo indescriptiblemente macabro.

La chica dio una vuelta, como si estuviera perdida, y luego, con la misma lentitud macabra, volvió a la mesa de metal. Se acostó en el mismo lugar, y con un movimiento espeluznante, se cubrió con la sábana, dejando el pie al descubierto, como si nada hubiera pasado.

El silencio volvió, pero ya no era el mismo. Era un silencio denso, pesado, cargado de una presencia que yo no podía ver, pero sí sentir. El tiempo se detuvo. Mi respiración agitada era el único sonido en la morgue. Me armé de valor, cogí los documentos que habían dejado sobre la mesa y salí de allí sin mirar atrás, sin mirar la sábana, sin mirar el pie, sin mirar el lugar en donde ella había estado.

Llegué a mi oficina, con las manos temblando, el corazón latiendo con fuerza, y el frío de la morgue aún en mi piel. Sabía que nadie me creería. Sabía que me tomarían por loca. Pero yo lo había visto. Había visto a la muerte despertar, y volver a su lugar de descanso. Y esa imagen, el movimiento lento y espeluznante de un cadáver, se quedó grabada en mi memoria para siempre.

ADAPTADO POR BRYANS RODRÍGUEZ

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