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Mi abuela siempre decía que los espejos no reflejan el alma, sino lo que ocultamos. Nunca le di importancia… hasta que me mudé a su casa.

La vivienda había estado cerrada por años desde su muerte. El polvo cubría todo como una fina capa de olvido. La única habitación impecable era su cuarto, donde aún estaba su enorme espejo de cuerpo entero, enmarcado con madera tallada a mano. Lo conservé, no por apego, sino porque moverlo requería más esfuerzo del que estaba dispuesto a hacer.

Las primeras noches fueron tranquilas. Pero al séptimo día, comencé a notar algo extraño. Al pasar frente al espejo, mi reflejo tardaba una fracción de segundo en imitar mis movimientos. Pequeñas cosas al principio: un parpadeo retrasado, un ademán que parecía no encajar. Pensé que estaba cansado.

Pero las diferencias se volvieron más evidentes.

Una noche, mientras me cepillaba los dientes, vi cómo mi reflejo sonreía… aunque yo no lo hacía. Me quedé paralizado. La sonrisa duró un segundo. Luego, como si nada, volvió a copiarme.

Quise taparlo, cubrirlo con una sábana. Pero al volver con la tela en las manos, el espejo estaba vacío. No me reflejaba. Solo mostraba la habitación detrás de mí… pero sin mí en ella.

Sentí algo moverse a mis espaldas. Me giré de golpe. Nada.

Pero al volver la vista al espejo, mi reflejo estaba allí… sonriendo de nuevo.

Desde entonces, no vivo solo. El reflejo me observa, incluso cuando no estoy frente a él. A veces, lo veo moverse por la casa desde el rabillo del ojo, solo en el cristal. Su rostro ya no es del todo el mío. Algo ha cambiado.

Creo que espera que me acerque… lo suficiente como para tomar mi lugar.

Y la peor parte… es que a veces, cuando parpadeo, ya no estoy seguro de quién soy yo… y quién está del otro lado.

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