SU ÚLTIMO DESEO
El taller de embalsamamiento de la funeraria era un lugar de trabajo para el señor Manuel, pero también era su santuario. Después de más de treinta años en el oficio, el silencio y la quietud de ese lugar le resultaban más reconfortantes que el bullicio del mundo exterior. A menudo, después de un largo día, se sentaba en una vieja silla de madera en un rincón, cerraba los ojos y se dejaba llevar por una siesta de unos minutos, un descanso breve y necesario.
Esa noche, su cliente era Laura, una chica de quince años. Un accidente en la carretera, un auto que patinó en la lluvia. Al verla en la mesa, tan joven, con el rostro sereno de quien no se dio cuenta de lo que pasaba, Manuel sintió una punzada en el pecho. Tenía una hija de la misma edad, y la imagen de Laura le revolvió el estómago.
Se sentó en su silla, exhausto, y cerró los ojos, intentando despejar la mente antes de comenzar el proceso. La siesta lo atrapó de inmediato.
Y en el sueño, ella estaba allí. Laura. No como la había visto en la mesa, sino llena de vida, con una luz extraña en sus ojos. Ella lo miraba fijamente, la expresión de su rostro no era de miedo, sino de una profunda soledad.
—No me dejes sola —dijo Laura. Su voz no era la voz de un sueño, era clara, nítida, como si estuviera a su lado—. Papá y mamá se fueron. Mi novio se fue. Mis amigas se fueron. Por favor, no me dejes sola.
Manuel se despertó de un sobresalto. El corazón le latía con fuerza. La habitación estaba en penumbra, solo iluminada por una lámpara de techo. Miró hacia la mesa de metal. Allí estaba Laura, inmóvil, pero con esa misma expresión de profunda soledad que había visto en su sueño.
La siesta se le había quitado. La sensación de inquietud lo invadió. ¿Había sido solo un sueño? ¿O había sido algo más? El miedo de los fantasmas y las apariciones era algo que Manuel había desestimado toda su vida; para él, la muerte era el final. Pero la voz de Laura, su súplica, era demasiado real.
Se acercó a la mesa, encendió la luz de su trabajo y miró a la chica. Su mente lo llevó a su propia hija. A la forma en que ella a veces se sentía sola, a sus miedos adolescentes, a su necesidad de ser escuchada y acompañada. La soledad de Laura, la chica en la mesa, le pareció un castigo injusto, un destino cruel.
En lugar de comenzar el proceso de embalsamamiento de inmediato, Manuel se sentó en un taburete al lado de la mesa. Miró a Laura, y una oleada de compasión lo inundó.
—No te preocupes, Laura —murmuró, como si le hablara a su propia hija—. No te voy a dejar sola.
Mientras trabajaba, le habló. Le habló de su hija, de sus aficiones, de las cosas que la hacían reír. Le contó sobre su esposa, sobre su jardín, sobre las estrellas que a veces veía por la ventana del taller. Le contó la historia de un gato que adoptó y de sus nietos, esperando que su voz llenara el vacío y la soledad que la chica sentía.
—Mis hijas también tiene quince años —le dijo, mientras preparaba las incisiones— y siempre me dice que no la deje sola. Pero ahora, no te preocupes, yo estoy aquí contigo.
Manuel trabajó toda la noche. Le habló a Laura sin parar, como si estuviera contándole un cuento de hadas para dormir, o un secreto que solo ellos dos conocían. Le habló de los vivos para que ella no se sintiera tan sola en el mundo de los muertos.
Al amanecer, con el trabajo ya terminado, Manuel se detuvo. Laura estaba en la mesa, lista para ser colocada en su ataúd. Su rostro, antes lleno de esa expresión de soledad, ahora tenía una serenidad que era palpable.
Manuel se sentó en el taburete, cansado, y la miró. El miedo se había ido. Solo quedaba la compasión y la tranquilidad de haber cumplido con su deber. No solo había preparado un cuerpo, sino que había honrado a un alma, dándole el último consuelo que necesitaba antes de partir para siempre.
Se levantó, recogió sus instrumentos y, antes de irse, se giró hacia Laura y le susurró.
—Descansa en paz, mi niña. No estás sola.
Y esta vez, Manuel no se sentó a tomar su siesta. Se fue a casa, con la sensación de que, en esa noche, había consolado a una hija y había encontrado la paz para su propia alma.
ADAPTADA POR; BRYANS RODRÍGUEZ
